La vida social del agua: las implicaciones de “observar por medio de participar” durante un trabajo de campo en una zona cañera de Chiapas
Noelia Soledad López
Resumen
En este artículo describo a través de situaciones etnográficas vividas durante mi trabajo de campo qué aprendí sobre la vida social del agua entre un pueblo y una colonia cañera en la región de los Llanos en el Estado de Chiapas, al sur de México. El objetivo es reflexionar acerca de las implicaciones de lo que significó para mí “observar por medio de participar” como una forma peculiar de conocer, que extiende a la escritura la importancia de presentar lo conocido junto a las condiciones en las que una lo conoció. Este artículo es un homenaje y una conversación, sobre las distintas formas que tenemos las y los antropólogos de aproximarnos a los mundos que queremos conocer; y sobre cómo podemos reconocernos desde esa diversidad de maneras que las y los investigadores sociales tenemos en América Latina de estar ahí.
Palabras Clave: caña de azúcar, aprendizajes, diversidad, investigación.
Introducción
Los cortadores de caña, los tiznados [1] como ellos se llamaban, vivían en la colonia de Tzinil y bajaban cada año a cortar la caña de los productores del pueblo de Socoltenango, la cabecera de un municipio cañero en la región conocida como los llanos en el Estado de Chiapas, y que se consideraba mestiza. La manera en que las personas se vinculaban en su diario vivir con el agua era parte de un sistema de interacción entre un pueblo cabecera de municipio ubicado aproximadamente a 800 metros sobre el nivel del mar y una colonia de menor densidad de población y ubicada a mayor altura.
Lo que planteo en términos de la vida social del agua tiene que ver con su coexistencia que la hace ser, a la vez, el anverso y el reverso de su situación en esta zona de un Chiapas rural, moderno y contemporáneo (Escalona, 1994), donde las personas se relacionan con el agua de maneras distintas. Abajo, en el pueblo y los ejidos cañeros, ella podía fluir torrentosa en ríos y cascadas que hacían crecer la caña de azúcar de los productores, y se volvía parte de las hazañas que se contaban en las historias que escuchaba, como la de regar de noche los cañales. Y arriba, en la colonia donde vivía población indígena o tseltalera, el agua podía faltar, pero también se podía pedir para llegar desde los sueños a las milpas, o para que las mujeres la usaran para lavar la ropa que llegaba cargada de tizne después del corte. El tizne que le daba a los cortadores su nombre de tiznados. Por falta y por exceso el agua era parte de este paisaje que la hacía correr despareja entre arriba y abajo, que eran los términos en los que las personas se referían a sus lugares y a la remisión espacial de sus quehaceres. Conocí los términos de esas relaciones siendo para las personas lo que efectivamente fui: una extranjera, a través de lo que en antropología llamamos observación participante u observación a través de la participación.
En este artículo pongo eje en el agua y su relación con las personas para pensar los modos en que mis interlocutores y yo, como investigadora social, nos vinculamos a través de ella. Su objetivo es reflexionar acerca de cómo el agua es solidaria con la manera en que la gente quiso mostrarme a mí, una extranjera o la argentina, la cotidianidad de sus quehaceres.
En Socoltenango y en Tzinil la abundancia acuífera de las tierras bajas −un sistema de riego constituido para los cañaverales, el ojo de agua que provee al pueblo todo el año, las acequias a los costados de las calles y una cascada que se disputa con el municipio de al lado tirando un bote−, me resultaba contrastante con las vicisitudes para disponer de flujos permanentes de agua arriba, en la colonia. Abajo el agua no faltaba. Arriba, las personas me decían que falta el agua que sobra abajo. El agua era abuela y su aparición –brotaba del suelo a través de los sueños o se pedía con la lluvia− cuando llegaba, se agradecía.
A través del trabajo de campo escuché historias sobre las elecciones del agua, la observé en cascadas y pozos, participé en situaciones en que la recolectábamos y lavábamos la ropa llena de tizne. Este artículo está pensado desde la idea de que arriba y abajo no son formas puras y a priori del espacio, sino que organizan de manera práctica las percepciones y representaciones en un sistema de interacción social que está involucrando la relación que la gente y los grupos tienen con sus cosas cotidianas, con sus trabajos y con su entorno; que conocí a través de situaciones sociales en las que observé y participé siendo una extranjera, que con el tiempo se volvió la argentina [2].
En esta ocasión, quisiera aprovechar la invitación que me hizo Luisa Paré para contribuir en el número dos de esta Revista, un número en defensa del agua, con la intención de seguir la conversación que ella me regaló en el posfacio del libro “Mundo-caña. Trabajo y vida cañera en Chiapas”, la publicación de la tesis en Antropología Social de la maestría en el CIESAS-Sureste que nació de ese trabajo de campo. En esas páginas, desde su experiencia como estudiante de antropología de la ENAH, Luisa me enseñaba qué era para ella en ese contexto la etnografía y su decisión de no hacerla, porqué ella se había comprometido de otras maneras con cañeras y cañeros en ese momento, y cómo fue que desde esas experiencias -que aprendí a entender tan marcantes- podía anunciarse su opción por lo que, después, se llamó IAP (Investigación-Acción-Participativa) como enfoque teórico y metodológico, y que se ejerce en y desde distintos países en América Latina [3]. Dejar que Luisa me enseñara sobre las maneras de investigar con las que ella se había vinculado y con las que ahora se vinculaba, fue para mí seguir aprendiendo en una etapa posterior al trabajo de campo y a la presentación de los resultados de la investigación. Creo que nuestras conversaciones prolongaron la relación con el mundo de la caña. Las aproximaciones antropológicas, las de ayer y las de hoy, son también parte de esos mundos que las y los antropólogos queríamos y queremos conocer (López, 2023). Si bien había leído investigaciones sobre la caña y los cañeros que eran parte de una época diferente a la que yo estaba (y estoy) aprendiendo, no conocía de una manera tan cercana algo que juzgaba desde la necesidad de poner cierta distancia; en especial de aquellas investigaciones donde entendía que se estaban jugando ideas muy específicas sobre qué eran la participación o el compromiso. Y creo que a través de ese diálogo, de esa sincera conversación que tejimos en pandemia con correos, encuentros virtuales y mensajes, desde ese puente que las dos quisimos armar, yo pude entender mejor. En ese diálogo partíamos de acercamientos teórico metodológicos diferentes y ese reconocimiento era lo más enriquecedor. Para usar la expresión que Luisa usó cuando le compartí este texto, fue como espejearse la una en la otra, desde diferentes maneras de ver el agua, de vernos en el espejo del agua. Quisiera hacer también mía esta manera de expresar ese diálogo, porque nuestra conversación también se vincula a través de este texto con el agua, con las distintas maneras que tenemos de estar con ella, de estar ahí. Ese diálogo fue una parte valiosa de mis aprendizajes, y espero que las lectoras y lectores vean estas páginas como lo que son para mí: un homenaje sincero a esa conversación, a un diálogo entre formas distintas de aproximarnos a los mundos que queremos conocer, que sigue vivo en la medida en que siempre lo podemos retomar, para entendernos un poco mejor y para reconocernos en la diversidad de maneras que en América Latina las y los investigadores sociales tenemos de estar ahí.
Es por eso que desde mi incipiente formación como etnógrafa y trabajadora de campo, en estas páginas retomo algunas situaciones etnográficas para exponer cómo las personas me mostraron sus vínculos con el agua. A través de ellas reflexiono acerca de las implicaciones que tuvo observar por medio de participar como una manera de posicionarme para intentar conocer un mundo que no era el mío, y de la importancia que tiene presentar lo conocido junto a las condiciones en las que lo conocí.

José, el distrito de riego y la rebelión del cronograma
En esta zona baja vive, inquieto, el Río San Vicente. Es un río de agua clara por momentos manso, porque también se pone torrentoso y arma un sistema de cascadas en las partes más elevadas de la extensa meseta sobre la que está, entre otros pueblos, Socoltenango. Así nace la cascada Velo de Novia, entre Tzimol y Socoltenango; pero también otras como El Suspiro y Ala de Angel. La carretera acompaña a San Vicente, una especie de imitación de cemento que lo corre paralelo. La carretera deja ver, tenuemente, en acequias de material donde solíamos bañarnos con la hija de José De la Cruz, lo que quedó de San Vicente después del desvío de su curso de agua, cuando se construyó el distrito de riego. Cuando me contaron a mí, la extranjera recién llegada, la historia de Socol, las personas solían destacar con especial intensidad el impacto que había dejado su construcción en el pueblo. Debe haber sido algo monumental [4]. Durante su construcción se inundaron extensiones de tierra que muchas personas llamaban ciénagas o palmares. Doña Paula, la mujer a la que le rentaba un cuarto en Socoltenango, solía contarme cómo el pueblo se había llenado de gente que venía de México. Durante varios años las y los socoltecos vieron llegar, instalarse y despedir a trabajadores y profesionistas ligados a la obra del Distrito. Con algunos tuvieron relaciones de amistad y, a veces, matrimonios. En su libro, Don Francisco Javier Vidal (2017), un maestro socolteco, intelectual del pueblo, le dedicó varias páginas a San Vicente. Esa producción de paisaje, orientada a irrigar tierras que podían ser destinadas al cultivo intensivo de caña se había vivido como algo beneficioso, morigerado para algunos, pero bueno [5].
La abundancia acuífera de las tierras abajo era evidente apenas uno pasaba tiempo en Socoltenango. No sólo en el sistema que irrigaba los cañaverales, también en el orgullo (un poco herido, porque se compartía con Tzimol) que generaba la cascada. El agua de la cascada Velo de Novia se compartía. Es que toda el agua va al mismo río, sostenían algunas personas cada tanto. El Ayuntamiento había construido un complejo ecoturístico, pero ya existía el de El Chiflón, que pertenecía al municipio de al lado. Según me contaban en Socol, los dos pueblos podían aprovechar los ánimos caudalosos del San Vicente, lo que provocó cierto debate. La Velo de Novia quedó así, vestida para la boda y con dos pretendientes. Para definir el dilema de quién se casaba con la cascada, cuenta la historia que los pobladores echaron un bote de pintura para que ella decidiera. El bote terminó cayendo del lado de Tzimol. Y así supieron a quién había elegido la cascada.
El ojo de agua, por su parte, estaba vivo todo el año y corría por las acequias de los costados de las calles socoltecas. Don José, un ejidatario que vivía en el pueblo y tenía caña usaba el agua del distrito de riego para hacer crecer su cañita. Los cañales eran el lugar en el que José más disfrutaba pasar el tiempo. La caña necesita mucha agua para crecer y, como todos los ejidatarios, participaba activamente de las Juntas del Agua, el espacio ejidal que administraba su uso, ligado a su vez a los cronogramas de riego de los cañaverales que se fijaban en el Comité de Producción, donde la administración del ingenio y las asociaciones cañeras a las que se afiliaban los productores tomaban decisiones. Pero un cronograma de riego mide un tiempo que es otro, el de la caña cuando pide agua. Cuando la caña pide, José riega de noche. Así elude los estrictos cronogramas de riego que, a veces, no acompañan lo que necesita su cañita. Una mañana me lo crucé con su carro mientras iba al mercado del pueblo. José parecía cansado y conversamos un buen rato en la calle, como era habitual. Me contó que junto al jornalero con el que trabajaba se les había ocurrido salir a las cuatro de la mañana para levantar la compuerta del canal de riego y hacer llegar el agua a sus cañales. Para José trabajar bien es hacer todo lo que hay que hacer para que crezca la caña. Como regar a la noche, lejos de los esquemas formales de la Junta y el Comité. A José le gustaba contar estas historias y disfrutaba que otros nos asombremos con ellas. Me las contaba seguido, introduciendo intrigas y pausas. A veces se agarraba la cabeza mientras sostenía una sonrisa risueña. Otras veces torcía un poco el tono de la voz para darle cadencia al desenlace. Estas historias circulaban en las charlas en el pueblo de lo que pasaba en los cañales. Eran comunes. Fluían como el agua de las acequias de las calles socoltecas. Eran historias que hablaban de cómo resolvían ellos las vicisitudes de producir caña de azúcar de manera independiente –ellos eran los propietarios de las tierras en las que producían y le vendían al único ingenio de la zona–, dándole prioridad a lo que sabían entender que ella pedía.

Antonia y el jumbo, el tizne y el agua
En Tzinil Antonia se divertía conmigo cuando había que enseñarme alguna cosa. Ella tenía una eficaz pedagogía del así. Cuando íbamos a la milpa [6] a juntar elotes, ella podía saber cuándo estaban. Así, me decía. Así también me decía para saber cuáles miradas son fuertes y cuáles buenas, para mostrarme qué hacer mientras me curaba un susto o para conocer un estado de ánimo mirando llorar una candela. Así tantas cosas hicimos juntas. Voy a intentar –Antonia se reiría de esta ocurrencia− contar la relación con las cosas y el agua como entiendo que ella supo enseñármela a mí.
Durante el tiempo que estuve con la familia Herrera participé de los trabajos en la milpa o en la casa, salí a buscar agua a diario, intenté tortear, pelar maíz (desgranarlo), cuidar el traspatio y majar frijoles. Las más de las veces no muy ayudaba, como ella me decía. Una de esas cosas que en Tzinil se hacen cuando empieza la zafra, es lavar la ropa que llega cargada de tizne del corte de caña. Lavar la ropa llena de tizne de caña quemada la vuelve una tarea más pesada. Ahí noté que muchas mujeres usaban el jumbo, un palo de madera enganchado a la boca de una botella cortada a la mitad. Supongo que la cosa se llamaba así por el tamaño extra grande de la botella. El día que conocí el jumbo, estaba fascinada.
La noria es un sitio, así lo llamó ella. Y es especial. Es el único pozo de agua que queda desde que se secó el río seco. Provee a la colonia de agua buena hasta diciembre. Nació de un sueño. Antonia me contó que un viejito de Tzinil antes de morirse les regaló esa tierra a los tizinileros y les dijo que había soñado que había agua. Por más que los hombres de la colonia cavaron profundo, no encontraron nada. Y estaban a punto de desentenderse cuando, de pronto, uno golpeó el suelo con su pala y de ese sitio brotó agua. Esto es motivo de agradecimiento a los Abuelos, como llamaba al agua, al rayo y al fuego. Con Antonia solíamos juntar flores en el traspatio de su casa. Una vez llevamos un ramo a la noria, mientras varias jóvenes con sus carretas juntaban agua y otras lavaban ropa con el jumbo. Debajo de un árbol de juncias, cerca del pozo de agua, había una cruz de madera verde rodeada con pétalos de flores donde dejamos la ofrenda, pedimos agua y le agradecimos.
Lavar ropa e ir a buscar agua a la noria son tareas de lo más mundanas. Un día fuimos con la carreta y la ropa llena de tizne de su marido, con dos botes grandes de pintura vacíos y jabón de pan. Faltaba algo. Me falta el jumbo, comentó mientras la veía mirar cerca de donde solíamos lavar los trastes, cerca de la parte de la casa donde estaban los dos botes grandes que almacenaban agua. El primero juntaba agua buena, la que traíamos de la noria y se usaba, en general, para bañarse y cocinar. El segundo contenía lo que ella llamaba agua azufrada, que se recolectaba a diario del tanque de la escuela. A los pocos días de quedarme con ellos, Antonia me había explicado que el agua no se mezclaba. La de la noria era agua más buena que la del tanque de la escuela. Esta cualidad del agua era un atributo del modo en que había nacido el pozo de agua. Pero el agua del tanque de la escuela no era “mala”. En Tzinil el agua siempre es buena, porque se suele echar en falta, se la extraña. El agua azufrada se cargaba con un camión que llegaba de Villa Las Rosas, que no pertenecía al municipio. Ignoro por qué el agua no venía del pueblo. Quizás era así porque Tzinil y Villa Las Rosas (la antigua Pinola) estaban casi a la misma altura, arriba como dicen las personas; entonces eran más cercanas. También se solía juntar agua de lluvia en esos botes grandes por donde Antonia, ahora, seguía buscando a su jumbo. Pero lo cierto era que llovía poco. Y había que ir a pedir lluvias a la cueva del rayo en julio, otro sitio que también conocí por Antonia.
Después de un buen rato en que el jumbo se ocultó a la mirada de Antonia, se le apareció. La vi volver con esa cosa que me resultaba tan curiosa entre las manos y así nos fuimos a lavar a la noria. Lavar ropa me pareció de lo más extenuante, casi como ir a buscar agua. El jumbo es un aliado agotador. Primero, había que procurarse los botes llenos de agua de la noria. Pasar de un lado a otro del alambre de púas que lo separaba para ir, después, más cerca de una pileta de cemento que estaba en el patio de la casa de su comadre. Mientras cargábamos los botes llenos, uno cada una, íbamos dejando un rastro de agua sobre la tierra que pasaba de seca a resbalosa. Vi cómo las huellas de las sandalias de Antonia embarraban un poco más la relación, ya barrosa, que había entre el pozo de agua, la pileta de cemento y nosotras. El cerco de alambre de púas era un límite molesto. Pero hacía que estemos atentas una de la otra. Lo levantábamos alternadamente para pasar, hasta que lo dejábamos atrás dándole la espalda. En ese momento, inútil ante la tarea, desaparecía. Pero Antonia ya giraba para encontrarse con la carreta, mientras yo iba a buscar otro bote con agua que nos prestaba su comadre, que ya estaba ahí, también lavando. Y ahí estaba el cerco de nuevo.
Mientras llenábamos de jabón cada bote, empezamos a revolver la ropa con las manos mientras su contacto con el agua la volvía más pesada. Se podría decir que había una tactilidad del agua al contacto de la ropa con tizne. Antonia, parada, tomó el jumbo entre sus manos. El bote tenía sólo la ropa tiznada. Empezó a hacer movimientos con el jumbo, de arriba a abajo, repetidamente. Ese repiqueteo estrujante del jumbo en contacto con la ropa, hizo que el agua empezara a llenarse de tizne. No hablamos mucho mientras lavamos, más bien hicimos. Préstame tu jumbo, escuché que le decía a su comadre. El segundo era para mí. Intenté hacer lo mismo que ella. Moví sin ritmo lo que para mí no era un jumbo. Lo agarraba y era torpe, lo movía a destiempo y sin gracia. Quizás por eso se empacaba y era hostil, no se solidarizaba conmigo en la tarea. No estrujaba la ropa en el agua, no cumplía su función. Antonia se daba cuenta de mis incapacidades, y se reía como solía hacer cada vez que me mostraba algo. Así, me dijo una vez más, mientras veía cómo ella iba pudiendo sacar el tizne de la ropa. Cambió varias veces el agua, y refregó y volvió a refregar con el pan de jabón para estrujarla de nuevo con el jumbo. A medida que enjuagábamos la ropa, la fuimos tendiendo en el alambre de púas, ese alambre obstáculo que ahora se ofrecía a sostenernos la ropa.

¿Observar, participar? Sobre cómo orientarme en la posición
La antropóloga social Esther Hermitte (2019) escribió un artículo que se llamó “la observación por medio de la participación”, como decidió nombrarla siguiendo a Erik Wolf. En ese artículo, su propio trabajo de campo en Pinola, Chiapas [7], le daba la marca distintiva de cómo entraba en interlocución con una literatura especializada sobre trabajo de campo que en Argentina todavía no se conocía. Y sostenía que hay una realidad a la que el antropólogo se aviene. Si las situaciones de campo son dinámicas y fluidas, entonces el investigador ha de fluctuar entre observar y participar según se lo exijan las circunstancias. Esas circunstancias son de alguna manera externas. Por ese motivo, qué grado de qué acción –observar, participar– dependerá en gran medida de esas circunstancias, de las personas y de las formas de interacción que se le proponen a un antropólogo. También de su capacidad para entender que no solo él define los términos de la relación con quienes trabaja, y para aprender a saber algo que no podría saber de antemano: cuáles son efectivamente esos términos Así, aunque un antropólogo defina en parte su rol, éste es también definido para él por la situación y sus interlocutores, porque la interacción social que implica el trabajo de campo es lo suficientemente fluida como para no ser susceptible de fórmulas preestablecidas (Hermitte, 2019).
El agua apareció durante mi trabajo de campo en esta zona de Chiapas, con una vida social propia, exterior a la mía, que irremediablemente solo pude conocer a través mío. Creo que esta es la mejor forma que encuentro para decir que hay una manera que tiene la gente en el pueblo y la colonia de estar en relación entre ellas, con su mundo circundante, con sus cosas y con los demás en ese mundo, incluso conmigo. Y cada vez que las personas, en cada lugar, situación y circunstancia decidían cómo contarme, qué y adelante de quiénes, era una ocasión para que yo me haga la pregunta de quién estaba siendo para ellas.
Abajo, el río San Vicente y sus cascadas se enhebraban a la creación del Distrito de Riego que había desviado el curso del agua para irrigar los cañales, el lugar prominente desde el que las personas me mostraban qué quería decir trabajar bien con la caña, y desde donde se destacaba todo lo que hacían y estaban dispuestas a hacer para que su cañita creciera. Como regar de noche. Además de una habilidad de la que José disponía, regar de noche se volvía historia en Socoltenango, una historia para ser contada, para otros. Historias que yo escuchaba con mucho gusto. Estas historias −igual que la del bote y la cascada que tiene, además, un principio de causalidad operante−, tienen estatuto de nociones, en la medida en que son la generalización de la experiencia que las personas tienen de sus lugares y sus cañales.
Arriba, lavando la ropa cargada de tizne junto con Antonia en la noria, supe que el sitio era un regalo del agua abuela a través de los sueños. Lavar era una acción que hacía aparecer el tizne –la marca del esfuerzo en el corte de caña, en la ropa y en el nombre−, junto al jumbo y al agua. Esa situación formaba parte de la vida cotidiana de las personas y de sus lugares. Y el jumbo, esa cosa de la vida que me había resultado tan fascinante, apareció como lo que yo no podía usar de la manera en que Antonia sí podía. Y por eso el así de Antonia era una eficaz pedagogía. Era directamente el acto que me mostraba y creaba ese momento en el que yo podía ser parte de sus quehaceres como lo que era, alguien de afuera.
Haciendo cosas con las personas, mirando lo que ellas hacen con el agua, escuchando historias sobre ella o sueños que anticipan por dónde viene, se fueron empezando a notar las formas de percibir, de pensar, de saber y de tener nociones. Quizás no haya arriba sin abajo, como tampoco haya abajo sin arriba. Pero que coexistan es tan cierto como el hecho de que se distinguen. Y si están entrelazados desde las tareas prácticas, arman una doble referencia a través de la que el agua es parte del flujo de la corriente de las cosas de la vida. Y se prolonga en las maneras en que yo conocí esas cosas cotidianas, a través de aprender qué querían decir ahí observar y participar, habiendo llegado de afuera.

Notas al pie
[1]En este texto, uso las bastardillas para referirme expresiones y nociones locales.
[2]El trabajo de campo y la tesis en Antropología Social para el CIESAS-Sureste a la que dio origen, se hicieron gracias a una beca del Conacyt entre 2016 y 2018.
[3]Para conocer más sobre su trayectoria, se puede consultar la entrevista realizada por María Fernanda Pérez Ochoa en junio de 2021 para la revista Diario de Campo del INAH.
[4]El distrito de riego fue una obra pública del gobierno federal y estatal que se ejecutó entre 1969 y 1977 a través de la Secretaría de Recursos Hidráulicos y de una concesión a la empresa Tecalli.
[5]En julio de 1969 se declararon de utilidad pública 15.000 hectáreas para la construcción del distrito de riego. Entre 1974 y 1976 la Secretaría de Recursos Agrarios creó 22 Nuevos Centros de Población Ejidal (NCPE) –una acción agraria federal que dotaba de tierras a solicitantes en lugares distintos a los de su origen–, que se sumaron a los ejidos de Tzimol, Ochusjob y Socoltenango, y a la comunidad agraria de Socol. Javier Villafuerte Solís (2002) estudió el conflicto por tierras que estalló a fines de los años 70 y 80 en la zona y encontró que fueron las irregularidades en la distribución de las tierras las que generaron un terreno fértil para un proceso de demanda agraria y toma. Entre 1979 y 1987 se crearon ocho nuevos poblados en Socoltenango a raíz de este proceso.
[6]Para Antonia la milpa es algo que según las situaciones se tiene, se hace y otras es un sitio a donde se va. Las medias tardes en Tzinil con ella solían ser ir a la milpa.
[7] Después de sus estudios de maestría y doctorado en la Universidad de Chicago Hermitte volvió a la Argentina, su país natal, donde investigó, enseñó y siguió haciendo trabajo de campo. Tenía su formación en la Universidad de Chicago, cabeza de puente de la antropología británica, y su trabajo de campo y descubrimiento en Pinola, Chiapas. En ese contexto, era la década del sesenta, tuvo que
presentarle a sus interlocutores argentinos una manera de hacer investigación social que todavía no se conocía.
Referencias
Barrera Aguilera, Oscar Javier (2017). Las terrazas de los Altos. Lengua, tierra y población en la Depresión Central de Chiapas. Tesis de doctorado en Historia, Colegio de México, Ciudad de México.
Escalona Victoria, Jose Luis (1994). Política en el Chiapas rural contemporáneo: una aproximación etnográfica al poder. Cátedra Interinstitucional Arturo Warman.
Hermitte, Esther (2019). La observación por medio de la participación, en Rosana Guber (et.al.)
Trabajo de campo en América Latina: experiencias antropológicas regionales en etnografía. Sb Editorial. Bogotá.
Hemitte, Esther (2004). Poder sobrenatural y control social en un pueblo maya contemporáneo. Antropofagia. Buenos Aires.
López, Noelia (2023). Mundo-caña. Trabajo y vida cañera en Chiapas. Sb Editorial. Buenos Aires.
Pérez Ochoa, María Fernanda (2021). “Andares de una trayectoria dedicada a la investigación-acción.
Entrevista a Luisa Paré”, Diario de Campo, Cuarta epoca, Año 5, Número 12, INAH.
Vidal, Francisco Javier (2017) Copanahuastla-Socoltenango: orígenes y confluencia. San Cristóbal de las Casas, Chiapaneros.
Villafuerte Solís, Daniel, et al. (2002) “Algunos saldo s de los acuerdos agrarios: los casos de Hoja Blanca y Arturo Pinto”, en La Tierra en Chiapas, viejos problemas nuevos, Fondo de Cultura Económica, México D.F.