Cristálida
Tania Xiuh
Se arrodilló ante el fuegoe inició el rito entrelazando urdimbres de cantos mientras percutía un atabal.
Sus labios trazaban en el aire melodías que se transformaban en saetas de flores,
francos conjuros lanzados con reverencia y fiera ternura hacia la sinfonía solar.
Desde su cetro, la lumbre primigenia crepitaba, emanando hierofantes
que se transfiguraban con la espiral del tiempo en águilas doradas,
serpientes, flores azuladas o mariposas de obsidiana.
Una a una, las criaturas iban penetrando su vientre traslúcido, hasta que
cautivada por-tales indómitos espíritus,
se envolvió con la ancestral flama, adentrándose en sus entrañas.
Así fué como Cristálida entró al templo de los sueños,
donde su piel y espíritu fueron surcando en territorio kaqchiquel.
Tres volcanes custodiaban el lago sobre el que levitaba;
sus cráteres susurraron ventolinas que la hicieron descender
sobre el vientre de una selva frondosa.
Al momento de su cuerpo tocar el suelo,
escuchó un silbido que invocaba su nombre;
abrió los ojos, se purificó bebiendo gotas de rocío
y se dirigió hacia el origen de aquel sonido tripartita,
mineral, cuasi estelar y acuático a la vez.
Sobre el sendero, descubrió un edén coronado por cascadas,
se quedó perpleja ante la belleza prístina de aquel templo natural;
cuando sus ojos no se daban a vasto por la silvestre opulencia,
observó emerger del cauce de las cascadas a una inmaculada ninfa
quien la llamaba trinando siete caracolas de cristal.
La ninfa estaba ataviada de espuma iridiscente,
trece rayos de agua plateada la sostenían,
envolviendo su esencia eterna.
Conmovida hasta las lágrimas
Cristálida se hincó,
cerró los ojos,
inclinó la cabeza
y con devoción
escuchó:
